Los escritores también viajan, por José Miguel Gonzalo

Viaje y literatura

Leer y viajar, los viajes y la literatura, son dos de las actividades más fascinantes y enriquecedoras que los seres humanos tenemos el privilegio de poder desarrollar. Además, es indudable que ambas están estrechamente relacionadas de múltiples formas: se dice que leer puede convertirse en una forma de viajar a lugares fascinantes y lejanos sin necesidad de moverse del sillón; por otro lado, no se puede imaginar un viaje a cualquiera de los fabulosos rincones de nuestro planeta sin añadir varios buenos libros (de los que se huelen y tocan, que para esto soy de lo más tradicional) a la maleta o mochila, preferiblemente ambientados en ese lugar al que se viaja o de algún escritor autóctono; por no hablar de la literatura de viajes, género que hunde sus raíces en la Antigüedad y que tan de moda está en los últimos tiempos.

Para incidir en esta estrecha relación, vamos a referirnos en este artículo a la actividad viajera de algunos de los principales escritores de nuestra literatura. En concreto, haremos alusión a sus más destacados viajes internacionales, priorizando aquellos que han marcado tanto su vida personal como su obra literaria y que han sido realizados de manera voluntaria (lo cual excluye todos los viajes realizados por obligación, principalmente los relacionados con los diferentes exilios).

Federico García Lorca, destino Nueva York

El genial poeta y dramaturgo granadino viajó a la Gran Manzana, previo paso por París y Londres, en compañía de su íntimo amigo Fernando de los Ríos, entre junio de 1929 (llegó a bordo del RMS Olympic (en la foto) el día 25, tras seis días de navegación transatlántica) y marzo de 1930, en un momento complicado de su vida, sumido en una profunda crisis personal motivada por causas posiblemente amorosas (su relación fallida con el escultor Emilio Aladrén) que sin duda le impulsó en su deseo de cambiar de aires y descubrir nuevos horizontes, verdadero objetivo de un viaje financiado por sus padres para, aparentemente, aprender inglés en la universidad de Columbia, en una de cuyas residencias se alojó. Aunque no llegó a dominar demasiado el idioma de Shakespeare, allí vivió la que él mismo define como “la experiencia más útil de toda mi vida”; sin embargo, dejando de lado su frenética actividad social y cultural, el problema fue que se encontró con una ciudad que tampoco atravesaba, ni mucho menos, su mejor momento, golpeada por el famoso crack del 29, de cuyo “jueves negro” fue testigo directo. El resultado de esta colisión de distintas crisis, la personal y la económica, fue el esperable: una visión desoladora, casi apocalíptica, de una ciudad engullida por la pobreza y la violencia, una ciudad incapaz de ofrecer una esperanza de futuro, tal y como Lorca expresó en su brillante obra “Poeta en Nueva York”:

La aurora de Nueva York tiene                          
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.

 […]

La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.

Juan Ramón Jiménez, destino Estados Unidos

El 29 de enero de 1916, Juan Ramón Jiménez embarcó en Cádiz con destino a Nueva York y un objetivo primordial: encontrarse y casarse con su amada Zenobia Camprubí, que había estado allí estudiando. Un largo viaje de quince días con la única compañía de sí mismo, el cielo, el mar y un diario en el que fue reflejando sus impresiones y que constituyó el germen de su principal obra, “Diario de un poeta recién casado”, que además el propio poeta reconoció como su preferida. En este trayecto, la monotonía se apoderó del paisaje, tal y como reflejó en dicha obra:

El mar de olas de zinc y espumas de cal,

nos sitia

con su inmensa desolación.

Todo está igual -al norte,

al este, al oeste, cielo y agua-,

gris y duro,

seco y blanco.

¡Nunca un bostezo

mayor ha abierto de este modo el mundo!

Ambos se casaron el 2 de marzo de ese mismo año en la iglesia de St. Stephen, en la ciudad de los rascacielos, iniciando posteriormente un viaje por tierras norteamericanas que se prolongaría durante tres meses, en los cuales visitaron ciudades como Boston, Filadelfia, Baltimore o Washington, volviendo a España en el mes de julio. Fue, sin duda, un viaje que marcó la vida y la obra del poeta de Moguer, premio Nobel de literatura en 1956.

Antonio Machado, destino París

El poeta sevillano tuvo una estrecha relación con la capital francesa, al igual que todos sus contemporáneos modernistas y noventayochistas. No en vano, la Ciudad de la Luz era el epicentro cultural, europeo y mundial, de la época, finales del siglo XIX y principios del XX, y por ella pasaban todos los más insignes intelectuales con el objetivo de sumergirse en el ambiente bohemio de sus cafés y empaparse de las nuevas tendencias que surgían.

Antonio estuvo en París en tres ocasiones: 1899, 1902 y 1911. En todas ellas, el medio de transporte utilizado para el viaje fue el tren y en total vivió allí unos veinte meses, en los cuales pudo perfeccionar su uso de la lengua francesa, además de cumplir los objetivos anteriormente citados. En el conjunto de su obra son escasas, por no decir prácticamente nulas, las referencias a esos viajes y estancias parisinos, aunque sí se conocen detalles como que la zona que más frecuentaba era el barrio Latino (uno de sus primeros alojamientos fue el modesto hotel Médicis, en el 56 de la rue Monsieur Le Prince) y que no debió entablar amistad con demasiados ciudadanos franceses, sino que se relacionaba principalmente con hispanohablantes (por ejemplo, eran frecuentes sus encuentros con Rubén Darío).

El tercer viaje marcó especialmente la vida de Antonio Machado, en este caso de modo negativo. Este viaje lo hizo en compañía de su joven esposa, Leonor Izquierdo, quien, en la tarde del 13 de julio de 1911, empezó a sentirse mal y a escupir sangre. Fue el primer síntoma de lo que terminó siendo una fatal enfermedad, tuberculosis, que desembocó en su trágico fallecimiento prácticamente un año después, el 1 de agosto de 1912, a los 18 años de edad, hecho que dejará una profunda herida en el corazón del poeta, tal y como refleja en los versos de su obra “Campos de Castilla”, publicada ese mismo año:

Mi niña quedó tranquila,

dolido mi corazón,

¡Ay, lo que la muerte ha roto

era un hilo entre los dos!

La vuelta al mundo de Vicente Blasco Ibáñez

Si hubo un escritor que destacó especialmente por su faceta viajera, este fue, sin duda, el novelista valenciano autor de, entre otras muchas novelas, “La barraca” o “Cañas y barro”. Viajero empedernido e infatigable, a veces por placer y a veces por trabajo, en el otoño del año 1923, con 56 años de edad, en la cumbre de su exitosa carrera, se embarcó en la fascinante aventura de dar la vuelta al mundo, empresa que le duró seis meses y que lo llevó, a bordo del lujoso transatlántico SS Franconia, de Nueva York a Niza, pasando por Cuba, Panamá, Japón, Corea, China, Filipinas, Indonesia, India, Sudán y Egipto, entre otros lugares. Fue un viaje perfectamente organizado, con todos los detalles minuciosamente previstos con antelación, en el que Blasco Ibáñez se destacó como un pasajero distinguido, siendo agasajado y homenajeado en algunas de las escalas realizadas, como ocurrió en La Habana o Honolulú, entre otras. Su espíritu viajero y todas sus impresiones de tan mayúscula aventura quedaron reflejadas en el libro “La vuelta al mundo de un novelista”, publicado en tres tomos en el año 1924, en el que plasma, con la maestría y minuciosidad habituales, los paisajes, las gentes, las costumbres, la historia e incluso las leyendas de los lugares que recorre. Entre sus impresiones finales del viaje, destaca la siguiente, que demuestra su carácter visionario y que desgraciadamente sigue vigente en la actualidad, prácticamente un siglo después:

Este viaje ha servido para hacerme ver que aún está lejos de morir el demonio de la guerra. […] ¡Tantas cosas que podrían evitar los hombres si dedicasen a ello una buena voluntad!

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El mundo es un libro y aquellos que no viajan solo leen una página. (San Agustín)